El riesgo de ser dulcera

     En la Caracas de 1913 se percibía aún la poderosa influencia que el afrancesamiento, herencia de finales del siglo XIX, tuvo en nuestros ideales gastronómicos. Como sucedía en la codiciada cultura francesa, la prensa dedicaba algún espacio a la reflexión gastronómica; así se podían leer, por ejemplo, en la columna “Variedades” del periódico El Nuevo Diario, reseñas sobre las bondades del chocolate o curiosidades sobre la alimentación de los chinos. Como en todas las épocas, los privilegiados acceden a los mejores condumios, mientras el cocinar cotidiano del desposeído se concentra en la supervivencia más decente posible, aunque se trataba de una ciudad que incluía ofertas para todos los gustos y recursos. En el Gran Hotel Klindt, en las cercanías de la Plaza Bolívar, aunque su regente proviniera de Alemania, en el comedor seguía la tradición instaurada por su primer chef, Eugène Sévérac, poseedor del más exitoso gentilicio en lides gastronómicas. En un rango menor, numerosas pensiones, situadas entre La Candelaria y Catedral, particularmente en las inmediaciones de la gran vena comercial, la calle Oeste 4, comienzan a hacer su aparición, casi todas incluyendo la coquinaria inspirada en Francia como atractivo primordial en sus comedores. Sin embargo, como sucediera desde antes de la Guerra de Independencia, la cocina criolla era apreciada, valorada e incluso en estos tiempos era ofertada en los mejores expendios. Por ejemplo, el restaurant de Juan Labeille, ubicado entre Carmelitas y Santa Capilla, era publicitado como “el mejor de Caracas, frecuentado por el mundo elegante”, un mundo, cabe decir, bastante triste en dimensiones para la época. Sin embargo, en los anuncios se añadía que allí se podía degustar “cocina francesa y criolla”, dato interesante para quienes deseen explorar desde cuándo la cocina propia tuvo protagonismo en las mesas públicas de lujo.

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