El 4 de junio de 1830, en la montaña de Berruecos, en el camino entre Popayán y Pasto y cuando se dirigía al Ecuador, fue emboscado y muerto el general Antonio José de Sucre, Gran Mariscal de Ayacucho. Como es normal, la noticia entristeció a sus amigos y alegró a sus enemigos; pero no tenía por qué haber sorprendido a nadie. Las condiciones de inseguridad de la zona, aunadas a las escasas escoltas y armamentos del viajero, podían hacer esperar cualquier cosa.
Pero el asesinato de Sucre, no fue, por supuesto, un mero hecho de sangre individual. No se estaba matando a cualquiera; así fuese muy encumbrado y principal: se estaba asesinando al segundo hombre de la República de Colombia, militar y políticamente. No sólo era el héroe de Ayacucho, sino que todo el mundo lo veía como el sucesor designado del Libertador, a comenzar acaso por éste último y pese a toda la reticencia del Gran Mariscal, su proclamado deseo de retirarse a la vida privada. En estas condiciones, lo que se estaba liquidando era menos un hombre que la estructura política y sobre todo, la posible continuidad de una república que, de haberse mantenido, hubiese llegado a ser tan grande y poderosa como también prometían serlo México y la Argentina, y acaso como los propios Estados Unidos. De hecho, siete meses después mueren al mismo tiempo el Libertador Simón Bolívar y la República de Colombia.

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