El miedo nos libera

     Detrás de la puerta que vemos  abrirse sola con misteriosa lentitud hay un universo fantástico y desconocido… ¿Qué hacemos? ¿Huimos de él? ¿Retrocedemos asustados negándonos a descubrir lo que allí nos espera o entramos, por el contrario, para que nos atrape y nos envuelva esa ignorada dimensión que se ofrece a nosotros?

     Lo que hay de admirable dentro de lo fantástico, dijo André Breton, es que cuando lo fantástico desaparece sólo queda la realidad, y fue el mismo Breton quien confesó que amaba los fantasmas que entran por la puerta a pleno mediodía. Esta suerte de imprecisa frontera entre lo real y lo fantástico, entre lo real y lo imaginario, es algo que atañe particularmente al cine y a nosotros, sus espectadores. Desde niños, dejó escrito Adonis Kyrou en su apasionado libro El surrealismo en el cine, hemos buscado ese terror sintiendo confusamente que esa sensación nos permitiría ver lo que otros no lograban imaginar. Por eso, la noche desvela las sombras y en el cine aparecen los monstruos, los endriagos y vampiros; los golems y los viscosos ectoplasmas; seres de ultratumba; partes separadas del cuerpo que se arrastran por el suelo, malignas y aterradoras.

     ¡Pero seguimos siendo atraídos por los monstruos del cine! No por el lagarto con mente humana que comienza a vivir una vida cataclísmica dentro del Museo de Historia Natural, la abominación extraterrestre, el estrambótico ser acromegálico que se disuelve en sus propios vómitos o el Depredador o Terminator que surge del futuro para pulverizar el presente, porque éstos son monstruos y apariciones concebidos para uso exclusivo de los trepidantes “efectos especiales”. Nos atraen, por el contrario, las presencias mayéstaticas del terror metafísico porque sabemos que son entidades escapadas de otros mundos liberados de cualquier atadura que pudieran imponernos las leyes naturales.

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