El crítico venezolano Alfonso Molina al referirse a las relaciones entre el guionista cinematográfico y el realizador de la película, dice muy acertadamente que el problema está en que el guionista no es un literato pero tampoco es un dramaturgo. Y es allí donde se encuentra el origen de su propia debilidad frente al director. El escritor deja impresas sus palabras para la eternidad y esas palabras serán leídas siempre en el mismo orden en que fueron escritas. El dramaturgo, por su parte, diseña sus escenas y organiza sus diálogos que serán dichos fielmente por los actores. El guionista, en cambio, está sujeto a que su trabajo sea alterado y modificado por el director que ajusta a su conveniencia diálogos o situaciones.
Es más, todavía se mantiene la polémica sobre si debe considerarse o no al guion como obra literaria. Los que opinan que “no” dicen que le falta lenguaje, la urdimbre de las palabras. Y no les falta razón. Lo “literario” estaría justamente en lo que el guion ya no es, es decir, en la película realizada. Por eso se dice que el guion cinematográfico es justamente eso: una guía que favorece o agiliza no sólo el trabajo del director sino del productor, porque valiéndose del guión puede estimar y calcular, en líneas generales, los costos de la película. Más que con un escritor, Alfonso Molina compara al guionista con un arquitecto: levanta planos, diseña espacios, erige paredes y coloca escaleras para una casa que no es suya. Sabe que el dueño puede hacer con la casa lo que quiera. Puede incluso hasta destruirlo.
En el cine venezolano, siempre escaso de recursos financieros, uno de los enemigos del guionista es el adjetivo. El guionista debe huir de los adjetivos de la misma manera que huye la gente de los leprosos en la película Ben-Hur, porque en el cine los adjetivos significan dinero.