La ópera es la manifestación escénica que incita las pasiones más airadas y apasionadas, bien a favor, o bien en contra. A la ópera simplemente se la quiere o se la aborrece. No hay opciones intermedias. Tal vez la inverosimilitud de las situaciones dramáticas y de sus protagonistas sea una de las razones por las cuales algunos no se dejan seducir por este espectáculo. Personajes que son capaces de cantar un aria de bravura mientras agonizan en el piso desangrándose, pociones mágicas que unen o desunen amantes, dioses que compiten con humanos, mujeres que cantan como hombres y hombres que cantan como mujeres, etc., son realidades efectivamente muy difíciles de aceptar.
Esta amplia gama de escenarios irracionales es la causa de que en todas las épocas se haya escrito sobre el género con una alta dosis de humor. Es el caso de la prensa venezolana del siglo XIX, en la cual abundan las reseñas de los espectáculos operísticos que con frecuencia se presentaban en el país. A veces estaban a cargo de compañías nacionales, otras veces correspondía a una troupe extranjera la responsabilidad. Lo cierto es que los cantantes, directores, registas, orquestas y hasta al mismísimo público eran el blanco de no pocas líneas de los cronistas. Para muestra, baste este gracioso comentario aparecido en El Zancudo en marzo de 1880, en el cual el crítico se queja de la benevolencia del público caraqueño, “ávido de aplaudir y en su furor melómano”: “¿Por
qué será que el público ilustrado tiene ahora tanta comezón en las palmas que las bate a badajo batiente por cualquier furore de voce o morisqueta lírica? Si entra el signor tenor, allá va la granizada. Si entra la diva, allá va con los tacones. Si aquél dio gallo, le toca su turno a los bastones. Si ésta dio gallina, es el caso de arrojar ramilletes y tirar sombreros y prorrumpir en bufidos. Por amor de Dios ¿cuándo aprenderemos a dar aplausos a lo bueno, a conmiserar lo que sólo debe serlo y reprochar lo malo?”.