El amor y la sexualidad

     En la Mérida colonial, los códigos de comportamiento que regían el amor y la sexualidad tenían antecedentes muy pretéritos fundamentados sobre la antítesis entre virtud y sexo, en los que se demonizó el erotismo reduciéndolo a la condición de pecado. Esa normativa canónica sancionada durante el Concilio de Trento, en cuyas disposiciones se reforzó la coerción propia de las élites de la época sobre la sexualidad, transformándose en una regla general fijada al menos como punto ideal para todo “buen cristiano”, determinó que la colectividad estuviera marcada por el orden religioso y atormentada con la posibilidad de la “condenación eterna”.

     En Mérida, hasta fi nes del siglo XVIII, se mantuvieron vigentes tres grandes códigos explícitos –fuera de las regularidades consuetudinarias y las coacciones producto de la opinión generalizada– que regían las prácticas sexuales: el derecho canónico, la pastoral cristiana y la ley civil. Esos corpus reglaban y fi jaban, cada uno a su manera, la línea divisoria entre lo permitido y lo prohibido. Se encontraban centrados en las relaciones matrimoniales, cuya sexualidad estaba saturada de proscripciones que comprendían el deber conyugal, la capacidad para cumplirlo, la manera de observarlo, las exigencias y las violencias que lo acompañaban, las caricias inútiles o indebidas, la fecundidad o la contracepción, los momentos en que se lo exigía (períodos peligrosos del embarazo y la lactancia, tiempo prohibido de la cuaresma o las continencias), frecuencia y abstinencia.

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