Siendo pre-adolescente fui dos o tres veces al Castillete a divertirme con un hombre muy extraño, un loco, al que llamaban “el pintor”. Me llevaba uno de mis hermanos, que lo conocía. Era una casa insólita que en modo alguno se parecía a ninguna otra casa conocida, y todo me parecía allí extravagante. Lo era el propio pintor, que hacía toda clase de payasadas al grupo de visitantes; se ponía un sombrero de copa, hacía de torero. Creíamos que nos divertía con aquellos despropósitos, pero en el fondo yo sentía −y hoy estoy más que seguro− que quien se estaba divirtiendo y burlándose de nosotros era el loco. El loco de Macuto. El pintor de Las Quince Letras. Más tarde supe que Las Quince Letras es la suma de quince letras; pero también hay quince en la expresión académica de la mentada de madre. Eran estas últimas quince letras las que Armando Reverón nos estaba lanzando desde esa zona imperceptible, desdibujada e inexplorada que existe, se mueve y se desplaza entre la creación artística y la locura.
Tengo en mi casa algunos cuadros que no he comprado yo, sino que me han regalado mis amigos pintores. Uno de ellos es el típico cuadro realizado en momentos de crisis autoral, porque es una pintura confusa, atormentada, difícil de escudriñar o analizar. ¡Parece un cuadro pintado por un loco! Pero… los cuadros de Reverón no están pintados por un loco. No nos hacen pensar que el autor sea un hombre demente. Porque si hay un pintor cuerdo en el universo plástico venezolano ése es Armando Reverón, justamente el pintor que más fama tiene de loco en el panorama de las artes plásticas venezolanas.