Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, la medicina llamó escasamente la atención de la juventud venezolana. El estamento militar, el clero y los juristas constituían el sector privilegiado, pues el imperio español en América afianzaba su poder colonial en las armas, la iglesia y las leyes. Para que esta situación se revirtiera fue necesario que transcurrieran largos siglos, así como que entrara en escena uno de los más grandes impulsores del progreso de la nación.
Al fundarse la Real y Pontificia Universidad de Caracas, el 22 de diciembre de 1721, la medicina no figuró en los planes iniciales de estudio de esta corporación, ya que se pensaba que con teólogos, filósofos y expertos en jurisprudencias civil y canónica se cubrían cómodamente las áreas del saber. Los graduados en tales disciplinas ocupaban los mejores puestos en la administración del Estado y la Iglesia, y recibían los máximos honores y los más elevados sueldos; en cambio los médicos estaban impedidos de ser nombrados rectores o cancelarios de las universidades, y en los actos públicos patrocinados por esas instituciones no podían sentarse en sitios distinguidos sino en el último lugar. El médico debía, además, soportar la indiferencia y el trato áspero de las familias mantuanas y, para colmo, el ejercicio de la profesión médica estaba limitado económicamente, ya que funcionaban pocos hospitales y los honorarios de las consultas de los galenos se regían por un arancel fijado por el Real Tribunal del Protomedicato. Se consideraba en aquella época que el oficio de médico era poco decoroso, propio de curanderos mulatos, de gente de “baja esfera”, de gente de “color”.