La triste notoriedad de las cárceles gomecistas está dibujada ven los relatos de aquellos que, obligados a internarse tras sus pesadas rejas, padecieron sus tormentos y sobrevivieron para contarlo. Durante 27 años fueron muchos los presos políticos que al regresar del infierno que se iniciaba al cruzar el umbral de La Rotunda de Caracas, la cárcel de Las Tres Torres de Barquisimeto y los castillos Libertador de Puerto Cabello o San Carlos del Lago de Maracaibo, describieron los horrores vividos y los hechos de los que fueron testigos.La realidad sanitaria era infernal. Los presos fallecían de disentería, sin médicos ni medicina. El coronel Ramón Párraga, preso desde 1913, lisiado de una pierna y engrillado sin misericordia, escribiría que los cautivos “morían infaliblemente con los intestinos perforados por los gusanos porque nadie los aseaba”.
En 1908 se avizoraba en Venezuela un cielo de libertades, tras la salida del errático Cipriano Castro. Sin embargo, muy temprano aparecerán los primeros chubascos de ignominia que caracterizarán al nuevo jefe andino. Ya para 1911, Rufi no Blanco-Fombona relata en el prólogo de Cantos de la prisión y del destierro sus experiencias en la cárcel de La Rotunda, en donde fue recluido, poco menos de un año, desde septiembre de 1909. “La Rotunda no es precisamente un Palace Hotel… Es un lugar de suplicio”, apunta consternado al recordar que hubo de recibir el centenario del 19 de abril con grillos en los pies. La práctica común en las cárceles venezolanas es remacharle al prisionero político, a su llegada, un par de grillos que impedirán su movilidad y lo condenarán a soportar un tormento constante. Con los pesados hierros en los pies, Blanco-Fombona escribe que no pudo moverse sino del catre en el que dormía a una silla de extensión continua. Anota para entonces que cualquier persona en esa realidad queda reducida a “condición de cosa”. En su celda, el escritor fue primero sometido a “la convivencia obligatoria con seres de nuestras antípodas morales”, presos comunes que, azuzados por los carceleros, y rotados convenientemente cada ciertos días, lograban mellar el temple del prisionero. Los lúgubres calabozos, las condiciones de insalubridad y la certeza de nunca gozar de un momento de privacidad –“siempre acompañados, siempre espiados” – se unen a los tormentos físicos más atroces: el tortol, el acial, el torniquete, además del vidrio molido y el arsénico en las comidas.