Los curas displicentes

     La Iglesia es una institución fundamental para el funcionamiento ordenado de la sociedad y sus normas obligan a la correcta observancia de los fieles, pero también de los sacerdotes. La supervisión de los clérigos en las distintas comunidades del país es encomendada a la figura del Visitador, cuando el obispo no puede acudir directamente, para dar cuenta, entre muchos asuntos públicos y privados, del comportamiento de los ministros del altar y para garantizar la correcta marcha de la Iglesia. Las Constituciones Sinodales de 1687, que rigieron el procedimiento de la Iglesia y se impusieron a los venezolanos hasta 1904, explican con detalle cómo debían seguirse las actuaciones de los clérigos: “Todos los curas deben ser visitados acerca de su vida, y costumbres, buena, y puntual administración de los sacramentos, conocimiento de sus feligreses, y buen tratamiento de sus ovejas, residencia de su beneficio, enseñanza de la doctrina cristiana y explicación del santo evangelio, corrección fraterna de pecados públicos, visitas y exhortación de los enfermos, y buen ejemplo del pueblo, para que sean premiados, o reprendidos, conforme a sus costumbres”.

     Aquellos sacerdotes que incumplen con estas funciones son llamados al orden, como lo hizo directamente el obispo Mariano Martí a mediados del año 1774 en la ciudad de Maracaibo con el padre don Juan Petí, cura de San Juan de Dios quien: “… se recoge de casas agenas a la suya después de media noche. A las mujeres penitentes suyas, en el mismo confessonario, las reprehende si trahen las sayas cortas o largas y otros defectos en alta voz y se pone a reír de manera que lo oyen los circunstantes. Otro sugeto denuncia lo mismo”.

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