La quimera de un nuevo Tenochtitlan incentivó a numerosos expedicionarios a buscar el codiciado El Dorado. Hacia distintas partes del continente se dirigieron hombres ávidos de alcanzar aquel lugar que prometía inimaginables riquezas, un sueño que desvelará a Diego de Ordás, Jerónimo de Ortal, Nicolás Federman, Gonzalo Jiménez de Quesada, Sebastián de Benalcázar y a tantos otros. El país del Metha, un indio dorado y una rica laguna formaron parte de una fantasía que sedujo hasta al mismísimo Francisco de Paula Santander.
Tierra Firme, esa enorme masa continental cuya costa poco a poco fue dibujándose en la mente de los conquistadores europeos, era aún un territorio inexplorado treinta años después del primer viaje colombino. Las expediciones en busca de oro y piedras preciosas, nuevas tierras y la famosa ruta al Oriente, muy pocas veces habían irrumpido más allá de la franja costera. Sin embargo, a partir de 1521 comenzó a correr la noticia de un grupo conquistador que, dirigido por Hernán Cortés, se había adentrado en el territorio mexicano encontrando un gran país (el floreciente imperio azteca con su capital Tenochtitlan), no sólo impresionante por sus inmensas ciudades sino también por sus tesoros. Estos relatos fueron seguidos por pruebas materiales: piezas de oro y joyas eran enviadas hacia la península; y éstas a su vez, estuvieron acompañadas por toda una serie de expedicionarios que, tras la conquista mexicana, pretenderán buscar un nuevo Tenochtitlan en el continente. Los tres ingredientes (noticias, piezas de oro y conquistadores ansiosos) se amalgamaron con las mentalidades europeas de la época generando el ideal de buscar una nueva tierra rica. En cada región del continente, a partir del avance de las huestes conquistadoras, se irán definiendo y redefiniendo, de acuerdo a las circunstancias particulares, estos mitos áureos. En el caso particular del altiplano centro colombiano serán tres las vertientes exploradoras que definirán su versión de El Dorado.