Entre el 25 y 30 de julio de 1967 se llevaban a cabo en Caracas los festejos para conmemorar el Cuatricentenario de la ciudad. Durante esa semana, los pobladores tomaron las calles y avenidas para ver pasar los desfiles y carrozas, y desbordaron la Catedral para presenciar una misa presidida por el cardenal José Humberto Quintero, tras la cual se escucharon repiques de campanas en todas las iglesias de la capital. Todo era júbilo y alborozo. El sábado 29 de julio las celebraciones se escenificaron en los balnearios de Catia la Mar, Macuto y Naiguatá. Ese mismo día, en horas de la noche, a las 8:05 p.m. aproximadamente, un ruido aterrador, salido de las entrañas de la tierra, seguido de un fuerte estremecimiento, cuya duración fue de poco más de medio minuto, interrumpía la calma que por lo general acompaña el fin de fiesta. Las estructuras de algunos edificios se mecían ondulantes, mientras otras se desplomaban por completo. La confusión y el pánico se apoderaron de la población. Se había producido un terremoto de magnitud 6.5 en la escala de Richter. Las zonas más afectadas fueron las situadas al este de la capital (entre Altamira y Los Palos Grandes), donde se desmoronaron completamente los edificios San José, Palace Corvin, Neverí y Mijagual, y en el Litoral Central, donde se deshizo la mitad de la emblemática Mansión Charaima. En otros lugares de Caracas y el estado Miranda, casas y edificios sufrieron daños considerables. El balance oficial arrojó casi 300 muertos y 2.000 heridos. En medio de la tragedia, un hecho curioso sirvió para alimentar la imaginación y la esperanza de los creyentes: la cruz que estaba en lo alto de la Catedral de Caracas se desprendió y dio contra el pavimento, donde quedó silueteada. Lo que se interpretó como una señal o un milagro. Las labores de rescate de las víctimas entre los amasijos de hierro y concreto duraron más de diez días.Muchos tuvieron la fortuna de ser rescatados con vida.