La fiebre del piano

     En la segunda mitad del siglo XIX el piano era sin duda el instrumento rey en Iberoamérica. No había casa de familia acomodada donde no hubiese uno. Era símbolo de estatus, prestigio y poder económico. Se hablaba, se bailaba, se jugaba y se escuchaba música a su alrededor.

     Esto dio pie a un lucrativo negocio de venta, alquiler, reparación y mantenimiento de los instrumentos, a la vez que se alentó su fabricación en talleres locales. En Cuba, Avelino Pomares anunciaba sus pianos hechos con “maderas refractarias al comején”, y en Venezuela, Lorenzo Rodríguez Colina ganaba una medalla de oro en la exposición homenaje al Centenario de Simón Bolívar por la buena calidad de sus pianos, construidos utilizando materiales del país. En un artículo publicado en La Opinión Nacional, el pianista, pedagogo, editor y compositor Salvador Narciso Llamozas no escatima elogios al piano de Rodríguez Colina: “usted se ha propuesto dotar a la industria nacional con un nuevo elemento de riqueza y brillo, construyendo un piano con maderas escogidas del país, y aprovechando en su mecanismo los adelantos modernos del arte hasta lograr la sonoridad cantante y amplitud de sonido que constituyen el mayor anhelo del pianista; con decir esto, se comprenderá la magnitud del esfuerzo y el mérito de su labor, y con cuanta justicia es usted objeto de felicitaciones de sus compatriotas”.

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