Independencia y ciudadanía

     No una fecha para conmemorar, ni una ocasión para ensalzar unos ideales o conceptos filosóficos alcanzados: el 5 de julio de 1811 tiene, por encima de todo, un significado tan práctico y verificable en nuestro día a día que a menudo pasa desapercibido. A partir de esa fecha, los naturales de la antigua Capitanía General de Venezuela dejamos de ser súbditos de un Rey para convertirnos en ciudadanos de un Estado libre, poseedores de derechos y deberes políticos cuyo diario ejercicio nos convierten en copartícipes del gobierno del país.

     Cuando un reducido grupo de criollos dispuso crear el 5 de julio de 1811 una república independiente, ejecutaba el acto de ruptura más dramático y contradictorio de nuestra historia. La decisión significaba desprenderse de la monarquía española y adelantar la construcción de una nueva nación a partir de premisas radicalmente opuestas a las prácticas políticas, culturales y sociales que nos habían regido durante trescientos años. Hasta ese 5 de julio, la máxima e indiscutible autoridad, por mandato Divino, era el Rey, a quien debíamos obediencia, lealtad y respeto. A partir de ese momento el Rey se convirtió en símbolo del despotismo, la arbitrariedad y el abuso.

     Durante tres siglos se practicó la desigualdad como principio rector de la armonía y el orden en la sociedad, se dividió a los individuos según su calidad y se defendieron los fueros y privilegios que permitían preservar las jerarquías. Los hombres del 5 de julio, hasta entonces beneficiarios y defensores de ese sistema desigual, decretaron la igualdad entre los individuos y eliminaron las normas y mandatos sostenidos sobre el honor como fuente inequívoca de diferenciación entre los ciudadanos.

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